Las fuerzas armadas en cualquier país democrático son un medio para el mantenimiento del orden público interno y de la seguridad nacional, pero no son un fin en sí mismas. Por muy importantes que puedan llegar a ser los medios para el logro de los objetivos de la Constitución, estos nunca se deben convertir en fines porque corren en riesgo de poner al Estado de Derecho al revés: el ciudadano al servicio de las instituciones.
Las instituciones, incluyendo la Rama Judicial que es de las que más se puede preciar de ser de carácter técnico y especializado, están subordinadas al logro de fines constitucionales, y por muy sofisticadas que sean sus actividades, en ninguna circunstancia podrían convertirse en un veto político de las decisiones del jefe de Estado, como si el fin fuera la institución y no los ciudadanos.
La Policía y el Ejército (además de la Constitución) se subordinan al presidente, y en ninguna circunstancia debe ocurrir lo contrario. Las armas están al servicio del mandato popular y sólo a él deben obedecer, sin más consideración que la obediencia, pues para hacer la política están los políticos, y las únicas órdenes que no deberían desobedecerse son aquellas encaminadas a violar derechos humanos.
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